Muchas veces me encuentro con directivos que están convencidos de que un buen jefe no debería pedir perdón. Increíble pero cierto. Según su opinión, pedir perdón es ponerse por debajo del otro, casi sufrir una humillación.
Recuerdo también que, dando clases de negociación a un grupo de directivos brasileños, quedaron horrorizados al sugerirles que, para resolver el juego de rol en que participaban, debían excusarse ante la otra parte por los errores cometidos. “En nuestro país –me espetaron- un jefe jamás pide perdón ante un subordinado”. Quedé atónito.
Parece pues que, según algunas personas, primero va la jerarquía y luego la buena educación. Según éstas, un jefe debe demostrar siempre que lo es, incluso cuando se equivoca gravemente.
Imaginemos, por ejemplo, que un jefe puentea a su colaborador y no le informa de un hecho importante. El puenteado, por tanto, puede quedar en evidencia ante sus colaboradores respectivos y perder parte de su autoridad. Si esto sucediera, ¿sería aconsejable que el jefe puenteador pidiera excusas al colaborador puenteado?
Antes que jefes (¡menuda obviedad!) somos personas. Y cuando las personas cometemos errores, deberíamos disculparnos. Seamos brasileños, tarragonenses o albanokosovares. Japoneses, birmanos o dominicanos. Faltaría más. La estupidez humana puede, en efecto, llegar hasta límites sorprendentes. Suponer que la jerarquía nos exime de ser educados y respetuosos con los demás es el colmo de la soberbia y el egocentrismo.
Porque saber pedir perdón, lejos de disminuir nuestro prestigio, lo aumenta. Comunicamos a los demás que somos humanos, falibles, imperfectos. Que hemos tenido un mal momento pero que sabemos rectificar. Que, más allá de los organigramas y las jerarquías, hay vida en las empresas.
Saber pedir perdón es un arte. Debería enseñarse en la escuela. Nos ayudaría a desprendernos de ese ego maligno que invade nuestra consciencia. Pedir perdón nos humaniza, nos hace mejores, permite que la autenticidad emocional pase por encima de las formalidades artificiosas que todavía subsisten en muchas organizaciones.
Frases como “lo siento, me equivoqué. No te preocupes, no volverá a suceder. Te ruego me perdones” deberían escucharse más a menudo. La auténtica madurez de un directivo se da cuando somos capaces de pronunciar frases como esa y no perder ni un ápice de nuestra autoridad y capacidad de liderazgo. Porque liderar es eso: estar a la misma altura que los demás, reconociendo nuestros errores y nuestras flaquezas si es necesario.
Lejos de hacernos sentir culpables, reconocer los errores y pedir perdón nos acerca al olimpo de los dioses. En los tiempos líquidos que nos toca vivir necesitamos jefes de verdad, no de plástico.
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