De unos animales se dice que saben muchas cosas, y de otros, que saben una gran cosa; cómo se da hoy el debate sobre la necesidad de generalistas o personas con saberes bien específicos
¿Qué vas a ser cuando seas grande? La pregunta resuena en la mirada del niño, que siente una agria combinación de obligación y reclamo, quizás buscando responder lo que sus padres quieren oír. Según una encuesta del Fatherly Report, de 2017, la mayoría de los niños varones siguen eligiendo los clásicos policía, bombero y astronauta. Las niñas, en cambio, prefieren ser doctoras, veterinarias o maestras. Pero la modernidad se hizo presente y hoy se agregan otras profesiones, como científico o músico.
Tras la pubertad acaba el juego infantil y los padres empiezan a preguntarse en serio por el destino profesional de sus hijos. Y pocas cosas inquietan más que la actitud diletante de los jóvenes, ese pendular sin ton ni son entre profesiones diversas y extravagantes. Cursar el CBC de la carrera de bibliotecario para luego cambiar a una privada a estudiar programación de videojuegos, carrera que dejará pronto por odontología. Los progenitores se la pasan reclamando especialización y refrenando las generalidades divagantes de los jóvenes. ¿Es este un buen consejo?
Un poeta griego afirmó: "El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa", y el filósofo Isaiah Berlin transformó la cita en una teoría sobre la inteligencia humana. El zorro, tal como nos enseñó Disney, es el animal astuto por excelencia. Con sentidos muy desarrollados, su capacidad se asocia con personas intelectualmente flexibles y que pueden sostener más de una visión sobre las cosas, incluso contradictorias entre sí. El erizo, una suerte de puercoespín que se defiende de su entorno gracias a sus filosas púas, protege su interior de toda intervención ajena. Su equivalente humano son los especialistas, los expertos en tópicos específicos.
El zoo económico
Berlin utilizó la taxonomía para clasificar a los grandes pensadores de la humanidad. ¿Qué pasaría si aplicáramos esta clasificación a los economistas? Actualmente, la cantidad de especialidades de la economía se aproxima a mil, de modo que los econoerizos parecen ser muy necesarios. Su alta precisión en su materia los vuelve invencibles en su campo, donde reconocen de inmediato errores y fallas lógicas. Además, gracias a su expertise están en condiciones de hacer aportes conceptuales significativos para la profesión. A menudo, estas contribuciones permiten realizar mediciones empíricas serias para discutir políticas.
A la vez, los econozorros no deben ser subestimados. Se trata de personas prudentes, que evitan opinar sobre lo que no saben y que suelen reservarse el beneficio de la duda. Escuchan más de lo que hablan y se concentran más en las preguntas que en las respuestas. Es de zorro astuto reconocer que la realidad es amplia, con muchas conexiones y matices y con un rol para el azar y el caos.
En su libro Las leyes de la economía, en el que analiza los aciertos y los errores en la construcción de la profesión, el economista Dani Rodrik adopta la distinción de Berlin. Su conclusión es que un buen economista debe usar todo su arsenal teórico para tomar las medidas correctas (o las menos equivocadas). Esto exige apertura mental, pero también saber. No pueden adoptarse todas las teorías para probarlas, y por eso deben seleccionarse las de mayor respaldo, entendiendo sus potenciales consecuencias. Rodrik propone para la profesión una sana combinación de erizos y zorros.
Pero lo interesante son los extremos y en la fauna de la economía es posible identificar versiones exageradas de estos animales. Los erizos fundamentalistas, por ejemplo, suelen casarse con una idea y rara vez se divorcian. Pueden sufrir de disonancia cognitiva, descartando toda evidencia contraria a su posición. Si hay fallas lógicas en sus argumentos, adoptarán teorías ad hoc para no descartar su tesis original. Recomiendan medidas tajantes que apuntan hacia su gran teoría unificada, y cuando sus políticas no tienen los resultados esperados culpa a imprevistos o a errores de aplicación.
Un grupo particular de erizos de alta especialización son los teóricos obsesos. Alucinan con teoremas y otros detalles formales de sus teorías, que exhiben orgullosos en sus papers. Los supuestos de sus modelos no necesitan ser realistas ni razonables, solo formalmente tratables. Esta versión exagerada de erizo busca "leyes naturales" en ciencias sociales y espera que sus sistemas deductivos permitan demostrarlas. Hace poco, los economistas Christiano, Eichenbaum y Trabandt, que elaboran modelos teóricos de equilibrio general, llamaron peyorativamente "diletantes" a los economistas que no gustan de esta tecnología. Un erizo obtuso podría adoptar una versión de la tristemente célebre frase pronunciada por Aldo Rico: "La duda es la jactancia de los diletantes".
La versión desmedida del economista zorro se asocia a la perpetua indecisión. Estos analistas globales de la realidad tienen tantas perspectivas que sus vacilaciones producen escozor, en especial entre los periodistas. Abusan de expresiones como "es posible", "es complejo" y "por otro lado". Estos econozorros extremos están convencidos de que no opinar es la mejor estrategia y, por eso, rara vez suelen dar alguna pista sobre qué hay que hacer para mejorar el mundo.
Comparando especies
Si estuviéramos obligados elegir, ¿es mejor ser zorro o erizo? No es fácil librarse de la tentación del "depende", pero parece que la especialización no es el camino más eficaz para elaborar pronósticos oportunos. En su libro Superforecasting, el politólogo Phillip Tetlock puso a "erizos" y "zorros" a realizar predicciones sobre una gran variedad de temas políticos, económicos y sociales. Sus resultados revelaron que los diletantes acertaban más seguido que los expertos especializados. Además, Tetlock descubrió que los especialistas exhibían mayor confianza en sí mismos, eran más locuaces y tendían a justificar más sus fallos. Y esta confianza, según parece, crece con la notoriedad del experto consultado. Algunos erizos defienden con púas y dientes el prestigio ganado.
Pero la realidad se vuelve cada vez más compleja y contar con una visión general acertada de ella es una tarea cada vez más compleja. Además, la especialización tienta y posiblemente pague un mayor salario. Varios libros han recomendado dedicarse a una tarea única desde muy temprana edad para lograr el éxito y llegar a ser un Federer, un Einstein o un Keynes. Pero ninguno de los tres fue un especialista temprano. El tenis no fue el primer deporte de Federer, Einstein empezó tarde su carrera académica y a Keynes nadie lo preparó para inventar la macroeconomía.
En su reciente libro Range (Amplitud), David Epstein afirma que en un mundo cada vez más especializado los que tienen más chances de triunfar son los generalistas. Epstein muestra que la experiencia no crea habilidades en una amplia gama de tareas, desde administradores universitarios que evalúan el potencial de los estudiantes, pasando por psiquiatras que predicen la salud del paciente, hasta profesionales de recursos humanos que deciden quién será exitoso. En esos dominios, que involucran al comportamiento humano y donde los patrones no se repiten, la repetición no causa aprendizaje. El ajedrez de Magnus Carlsen o el golf de Tiger Woods son excepciones, no la regla. En dominios donde las reglas del juego a menudo son poco claras o están incompletas, el aprendizaje repetitivo solo refuerza las lecciones incorrectas.
Volviendo a la profesión de los niños, quizás lo más sano sea dejarlos madurar en su vocación y no obligarlos a escoger una profesión antes de que puedan desarrollar su espíritu astuto. La sociedad, que necesita más que nunca de quienes pueden distinguir lo relevante de lo que no lo es, seguramente se los agradecerá.
Pablo Mira
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