Ya desde hace mucho tiempo soy testigo de la desaparición de trabajos de colegas míos en las redacciones en las que he trabajado. El buscador de Google eliminó a los archivistas que antes nos ayudaban a los periodistas a buscar datos. La paginación electrónica ha dejado sin trabajo a la mayoría de los diagramadores de los periódicos, que antes eran visibles en cualquier redacción con sus grandes mesas de dibujo y las reglas con las que diseñaban cada página. Los programas de corrección de gramática y de estilo que todos tenemos en nuestras computadoras acabaron con los puestos de muchos correctores de estilo, reduciendo el número de editores. Los traductores, que antes ocupaban varios escritorios en las secciones de noticias internacionales de las redacciones, son cada vez más cosa del pasado: Google Translate y varios otros programas de traducción han mejorado enormemente y traducen artículos de forma automática en un segundo.
En The Miami Herald, por ejemplo, yo solía usar varios traductores externos. Desde hace muchos años escribía mi columna en inglés, la mandábamos a traducir al español a un colaborador externo y yo editaba la versión que me llegaba traducida. Pero a fines de 2016 ocurrió algo inesperado: algunos de los traductores externos no estaban disponibles, por estar de vacaciones o por algún otro motivo, y a alguien en el periódico se le ocurrió poner el artículo a traducir en Google Translate y mandármelo para que yo realizara la edición final. Cuando me llamaron y me pidieron que editara la traducción automatizada, mi primera reacción fue reírme. Yo había probado el programa de traducción de Google en el pasado y era un desastre.
Pero cuando me llegó el texto, me encontré con una gran sorpresa: la traducción —aunque tenía errores— estaba bastante bien hecha. Lo que es más: editarla me tomó el mismo tiempo que tradicionalmente me llevaba editar a un traductor humano.
Cuando empecé a averiguar qué había pasado, una ingeniera que trabaja en Google me dijo que, efectivamente, Google había empezado recientemente a usar inteligencia artificial en su programa de traducciones automáticas entre inglés y español, francés, alemán, chino, japonés, coreano y turco, con resultados espectaculares. Según me dijo, el programa había mejorado más en las últimas semanas de lo que lo había avanzado desde su creación en 2006. Y gracias a la inteligencia artificial, que le permite aprender de cada error, las traducciones se van a perfeccionar muy rápidamente cada vez más, me aseguró.
A las pocas semanas, The New York Times publicó un extenso artículo sobre la notable mejoría de las traducciones automáticas gracias a la inteligencia artificial. “El sistema de inteligencia artificial [de Google] produjo de la noche a la mañana resultados prácticamente comparables con el total de los avances hechos por el antiguo programa en toda su existencia”, decía el artículo.
Poco después, mi editor en The Miami Herald me pidió si por favor podía utilizar Google Translate en lugar de un traductor externo de ahí en adelante. Y así fue. Me quedé con un sabor agridulce. Por un lado, me maravilló el avance de la tecnología y el ahorro de tiempo que me significaba poder traducir una columna automáticamente en un segundo, sin tener que esperar varias horas para que me volviera el texto de un traductor humano. Por otro lado, ¿cuál será el costo humano de este nuevo avance tecnológico? ¿Qué habrá sido de las personas, que solían traducir mis columnas?
ANDRÉS OPPENHEIMER
Andrés Oppenheimer es un periodista, escritor y conferenciante argentino que reside en Estados Unidos y ha participado en varios foros internacionales. Ha sido incluido por la revista Foreign Policy en español como uno de los "50 intelectuales latinoamericanos más influyentes".
____________________________________________________
No hay comentarios:
Publicar un comentario