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lunes, 2 de mayo de 2016

Liderazgo genuino: del poder a la autoridad




“Que alguien pueda realmente gestionar a otras personas no está en absoluto suficientemente probado”. Peter Drucker

La moda del liderazgo

La figura del líder omnisciente ha pasado de moda. A estas alturas, ya casi nadie cree en esa imagen idílica de líder cuasi-perfecto que sabe de todo y todo lo conoce. Como acertadamente decía Peter Drucker hace unos años, refiriéndose al perfil de ejecutivo que dibujan los libros de management, «parece buscarse el genio universal y el genio universal siempre ha sido escaso».

Por otra parte, parece que el liderazgo, entendido en un sentido amplio, no es solo conveniente sino también necesario. De hecho, el liderazgo es algo consustancial al ser humano. ¿Qué está pasando entonces aquí?

El problema del liderazgo es el «producto procesado» en el que se ha convertido actualmente y que desde hace años nos intentan vender, a modo de «comida basura», en sustitución del liderazgo auténtico o «liderazgo genuino», que es como yo prefiero denominarlo.

Ese «producto procesado», es decir, el «liderazgo artificial» que proponen los modelos tradicionales, es inservible para el trabajo del conocimiento, ya que sus planteamientos son excesivamente simplistas, y por completo ajenos a la complejidad real de los entornos VUCA en los que vivimos.

Del liderazgo personal al liderazgo contextual

El concepto de liderazgo como atributo personal es erróneo. Nadie es líder siempre y para todo. Las personas actúan como líderes en momentos y circunstancias concretas. Y tampoco el 100 por cien de las veces, ya que el ser humano es impredecible por naturaleza. Por eso, un primer error es la figura de líder en sí misma, porque estos líderes son modelos ideales, es decir, inexistentes.

El primer cambio que habría que introducir en los modelos clásicos de liderazgo es incorporar el contexto en la definición. ¿Líder para qué? ¿Líder cuándo? ¿Líder cómo? Decir líder, sin decir más, es decir nada. Por ejemplo, hay personas que exhiben unas cualidades excelentes para liderar en momentos de crisis y una falta total de liderazgo en situaciones cotidianas. Otras personas son muy buenas liderando procesos creativos y pésimas liderando la implantación de esas ideas. ¿Son líderes esas personas o no? La respuesta es evidente: sí, lo son.

Esto nos lleva a la conclusión de que casi todo el mundo puede, al menos en potencia, ser líder para algo en algún momento. De hecho, seguramente lo sean. En los entornos profesionales crecientemente complejos hacia los que nos dirigimos, descubrir esta realidad del liderazgo es una excelente noticia, porque significa que el liderazgo, en contra de lo que hasta ahora nos han intentado hacer creer, en absoluto es un bien escaso al alcance de unos pocos elegidos. Más bien al contrario, es una cualidad que casi todo el mundo posee.

Liderar desde el poder o desde la autoridad

Al margen de lo anterior, el mayor error que siguen cometiendo las organizaciones tradicionales es ignorar la distinción que establecía Weber entre poder y autoridad.

Tanto el poder como la autoridad sirven para que unas personas hagan lo que otra persona plantea, propone o decide. La diferencia sustancial es que la fuente del poder es la coacción, mientras que la fuente de la autoridad es la voluntad.

Las organizaciones llevan décadas cometiendo el error de intentar imponer estructuras de poder a las estructuras de autoridad ya existentes.

Porque en todas las organizaciones hay líderes. Muchos. Esas personas a las que las demás acuden cuando quieren oír ideas nuevas, resolver un problema o saber más sobre algo. Personas que rara vez aparecen en las posiciones más relevantes de los organigramas.

Estas personas son líderes genuinos, es decir, lideran desde la autoridad. Se han ganado el respeto y la credibilidad de sus colegas por méritos propios y, por eso, estos les siguen de forma voluntaria.

Por el contrario, a muchos de los líderes impuestos, es decir, a esas personas a las que la organización ha dotado de poder a pesar de carecer de autoridad, se les sigue únicamente porque pueden ejercer la coacción, independientemente de que luego lo hagan o no.

Conclusión

El error que cometen las organizaciones es ignorar las redes genuinas de autoridad que ya existen, imponiendo sobre ellas redes artificiales de poder.

En el trabajo del conocimiento, y en la sociedad red hacia la que nos dirigimos, lo inteligente sería utilizar las Redes existentes de autoridad, potenciándolas, para aprovechar al máximo su capacidad natural. Lo contrario, crear estructuras artificiales que además resultan disfuncionales, carece de sentido.

Lo sé. Es un cambio de paradigma importante, pero es también la forma de poner fin a décadas de «liderazgo artificial» y aprovechar por fin el inmenso potencial del «liderazgo genuino» existente en las organizaciones.

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