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sábado, 25 de mayo de 2019

La mala suerte

          

Hoy me dijeron que tuve mala suerte, y mientras asentía con la cabeza, con las tripas me rebelaba.

Nunca he creído en la mala suerte, aunque en múltiples ocasiones me he visto tentado a adoptarla. Como el ateo que reza cuando se acerca la muerte. En los malos momentos cualquier refugio parece bueno para el alma.

La mala suerte es un recurso baldío. Un terreno estéril. Ese amigo peligroso que tu madre te dice que no te va a traer nada bueno.

La mala suerte es la conclusión precipitada de un cerebro cansado de luchar, o quizás temeroso de explorar lugares inhóspitos que le lleven a conclusiones desoladoras. O sencillamente dolorosas.

Nos cuesta tener conversaciones difíciles, comunicar malas noticias… mirar cara a cara a nuestros temores. El miedo, no es la primera vez que se dice aquí, es el mayor de nuestros saboteadores. No hay nada malo en reconocer que nos da pereza enfrentarnos a lo que nos desagrada. De los demás, y, sobre todo, de nosotros mismos. Yo diría que es un comportamiento de lo más humano. Lo malo no es esa pereza, lo malo es no superarla y quedarnos cruzados de brazos.

Porque la mala suerte es un trapo que todo lo tapa, que tranquiliza la conciencia, pero que no resuelve nada. Es la oportunidad perdida de una mirada retrospectiva en busca de aprendizajes. Aceptar la mala suerte es declinar la responsabilidad sobre tu destino, escoger el papel de víctima frente al de protagonista. En los peores momentos prefiero pensar que lo que me pasa es fruto de mis decisiones a creer en la mala suerte, la primera opción me propone una reflexión y me invita al cambio. La segunda me deja atado de pies y manos a merced de un destino caprichoso.

Incluso en aquellos sucesos que parecen fuera de nuestro control, siempre tenemos la última palabra. Y no lo digo yo, lo decía un tipo mucho más sabio, Victor Frankl, que en “El hombre en busca del sentido” toma distancia con la mala suerte para contar su experiencia en un campo de concentración nazi:

“A un hombre le pueden robar todo, menos una cosa, la última de las libertades del ser humano, la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias, la elección del propio camino”.

Está claro que hay circunstancias fuera de nuestro control, vivimos en un planeta que gira constantemente a 1600 km/h en medio de una galaxia en la que somos menos que un pequeño punto, es decir, tenemos un frágil existencia a merced de las fuerzas gravitatorias… pero si no pensamos en eso en nuestro día a día, ¿por qué dar protagonismo a otras cosas que ni siquiera tienen entidad?

Desde un punto de vista filosófico y físico la mala suerte no existe.

Lo que escapa de nuestro control no es mala suerte, es simplemente una parte de nuestra vida donde no conviene derrochar energía.

La mala suerte es el Reflex para los dolores de un músculo muy concreto, el cerebro. Sí, te los alivia, pero no te cura. La mala suerte además crea adicción, la adoptas una vez, y te sientes empoderado para adoptarla en una próxima ocasión. Es como si la acumulación de desdichas sirviese para reforzar tu posición, aunque lo que realmente hace es desviar tu atención de aquello sobre lo que sí tienes influencia. La mala suerte marida muy bien con la resignación.  Pero rendirse no es la opción.

Es fácil decirlo, y más fácil aún escribirlo, lo sé. Es hasta redundante, la mala suerte es mala. Hoy me dijeron que tuve mala suerte y me sentí tentado adoptarla. En su lugar escribí este post con las tripas, y he comenzado a olvidarla.

Jesús Garzás
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