“Nuestro futuro está en
Europa” Esta afirmación prácticamente indiscutible salvo para algún grupo
minoritario de entonces, fue un largo proceso de la reciente historia de
España, en la que paso a paso se fue imponiendo el convencimiento de que
cualquier otra alternativa no tenía ninguna viabilidad real.
En este planteamiento, y en otros
similares, hubo mucho de sentimentalismo e ideología política. Quienes
defendieron aquellas posiciones, lo que realmente hicieron fue atacar el acercamiento
a Europa, señalando todos los males que esta orientación podía a acarrear a
España y a su economía. Pero fueron pocos, y afortunadamente, muchos fueron los
que defendimos esta nueva situación que desemboco inexorablemente en nuestra
definitiva anexión a Europa, que ha marcado desde entonces nuestro futuro que
no ha sido otro que Europa.
Pero sería injusto considerar que
aquel era el enfoque de la mayoría de los españoles. Esta realidad historia
quedó prácticamente encauzada cuando el Gobierno español solicita, el 9 de
febrero de 1961, el inicio de negociaciones con la CEE, con la que se iniciaba
una larga travesía de casi 25 años hasta que logra el acuerdo de integración en
Europa.
Los impedimentos políticos
desaparecieron con la instauración de la democracia en España, acorde con el
sistema político de todos los países comunitarios y con la filosofía de la
unidad europea desde sus inicios comunitarios. Una vez resuelta estas
discrepancias de fondo, fue entonces cuando pasan a jugar un papel importante
los aspectos económicos o, en otros términos, si la economía española estaba
objetivamente preparada para sumir los riesgos de la integración y si, por
tanto, la incorporación a la CEE iba a significar más costes que beneficios o a
la inversa.
El reto estaba si España quería
modernizarse y dejar de ser una nación subdesarrollada, en el contexto europeo.
Después de todo este proceso de integración, el balance fue positivo.
Más importantes que los efectos
económicos son, en mi opinión, una importante consecuencia: y es que los
españoles hemos cambiado, desde entonces, nuestras actitudes y perspectivas,
sin perder por ello lo consustancial e idiosincrasia de nuestra manera de ser.
Hemos dejado de vernos en nuestro propio ombligo y todas nuestras decisiones se
orientaron cada vez más al papel que empezamos a jugar como miembro de una de
las mas grande zonas de mayor desarrollo económico del mundo.
Afortunadamente, España ya forma
parte de ese núcleo de países que constituyen el motor en la construcción de
una nueva Europa. Es decir, somo un miembro de pleno derecho del club, lo que
nos permite intervenir activamente en el proceso que hoy afecta, directa o
indirectamente, a todas las naciones. ■
R.
Martínez Cortiña
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