Las estrategias de las empresas implican, muchas veces, que las decisiones de los consumidores se orienten a concretar operaciones que luego les traerán problemas.
Imagine que acaba de recibir la enésima llamada telefónica de un telemarketer en relación con una tarjeta de compra de un supermercado que alguna vez se le ocurrió solicitar para ahorrar un puñado de pesos en su gasto mensual en alimentos. En aquel momento, probablemente se haya sentido un econ, que según el último premio Nobel Richard Thaler, es un agente económico que, a diferencia de un vulgar humano, toma decisiones racionales minimizando costos y maximizando su bienestar y el de su familia.
Es muy factible que, lamentablemente, esta estrategia "racional" haya terminado costando cara. Llegaron varios resúmenes consecutivos con comisiones inesperadas, gastos indescifrables, aranceles de mantenimiento y seguros para asegurarse contra eventos improbables. Los saldos impagos fueron actualizados implacablemente con tasas de interés elevadas, haciendo crecer precipitadamente los saldos. Si para cortar por lo sano se toma la opción de cancelar los pagos, vendrán seguramente varias llamadas al call center y, tal vez, trámites a realizar en forma personal.
Pensándolo con la ventaja del tiempo (con el diario del lunes), en aquel momento uno no se comportó como un econ, sino como un humano común y silvestre. Es que un verdadero econ hubiera tenido en cuenta que las empresas también son econs, y que cuando el econ consumidor fue, el econ empresario fue y vino mil veces. Es que por más racionales que creamos que son nuestras decisiones económicas de consumo, nos toca invariablemente bailar con los más feos: los empresarios están más preparados, tienen más experiencia y conocen mucho mejor que nosotros -simples mortales consumidores- los ardides para vendernos lo invendible al mejor precio posible. Se trata de una lucha desigual: las compañías conocen las características de su producto, contratan expertos en marketing y debaten largamente sus estrategias. Los consumidores, en cambio, nos tentamos, nos apuramos y nos equivocamos con demasiada frecuencia. El cliente tendrá toda la razón, como dice el dicho, pero cuánto mejor sería si tuviéramos la racionalidad.
Si esto le ocurrió alguna vez, para no amargarse tanto se puede tener en cuenta que el propio Richard Thaler, experto en conducta humana, estuvo a punto de caer en una trampa parecida. Cuando un amigo le envió un link a una reseña de su libro Nudge publicada en un diario famoso, Thaler se encontró con un paywall, una restricción de acceso que para leer le exigía registrarse "gratuitamente" durante un período de prueba. Al pope de la economía del comportamiento le pareció interesante la propuesta y dedicó unos minutos a leer la letra chica. El registro incluía proporcionar información de su tarjeta de crédito, y además al expirar el período de prueba, Thaler sería automáticamente inscripto como suscriptor a un costo de 40 dólares mensuales. Para cancelar y evitar ese costo, Thaler debía avisar con 15 días de anticipación, por lo que la oferta de prueba de un mes en realidad fue válida por solo dos semanas. Más aún, las bajas se hacían por teléfono, durante el horario comercial de origen (el diario era británico y él vive en Estados Unidos). Thaler calculó que no hubiese sido raro que, siendo un poco distraído como es, leer un único artículo terminara costándole al menos 100 dólares.
Los nudges del libro que Thaler escribió junto a Cas Sustein son, en su origen, "pequeños incentivos" que pueden tener resultados muy importantes a nivel social. El best seller, escrito ya hace diez años, empieza contando el caso de comedores escolares que resuelven ubicar la comida sana (y no las golosinas) en el rango de visión de los alumnos, lo cual redundó en una modificación muy relevante en el agregado de decisiones hacia una dieta saludable. No son prohibiciones ni imposiciones, sino inducciones apalancadas en los sesgos estudiados. Tal vez, el nudge más famoso sea el que aprovecha el sesgo de default (siempre tendemos a tomar las opciones que se presentan como default) para la donación de órganos: en vez de enunciar que se quiere ser donante, hay que decidir no serlo.
Thaler llamó en un principio a estas técnicas de la suscripción a la revista "nudges malos", pero pronto comprendió que la maniobra debía recibir un nombre específico. Definió entonces estas prácticas como sludges, que en inglés significa lodo o fango, y que refleja la estratagema de algunas compañías de "embarrar" las decisiones de los consumidores. Tras el hallazgo, decenas de tuiteros comenzaron a enviar a la cuenta de Thaler ejemplos personales de sludges. Un famoso economista llamado Tim Harford advirtió sobre el caso de un banco americano que cargó "por error" a 100.000 clientes hipotecarios con comisiones extras que aumentaron artificialmente su cuota.
Otros remarcaron que las empresas que ofrecen servicios incorporan con cada vez mayor asiduidad leyendas que intentan convencer al cliente de comprar lo que no tenía en mente. Es común, por ejemplo, que se publiciten seguros, advirtiendo exageradamente los riesgos involucrados y, a veces, hostigando nuestros sentimientos de culpa ("si usted no adquiere este seguro, será responsable de los gastos en caso de accidente fatal suyo o de su familia").
Equilibrio de manipulación
Los sludges no terminan en las empresas. Muchas agencias gubernamentales o dependientes del sector público embarran la cancha, a veces por propia ineficiencia y otras para provocar equivocaciones por parte del consumidor. Llenar una declaración de impuestos parece ser una práctica titánica que jamás se podrá llevar a cabo sin la ayuda de un especialista, y suelen requerir manuales explicativos mucho más extensos que el formulario en sí. Sin duda esta es una muestra de la ineficacia de la burocracia estatal, pero en otros casos surge la duda de si hay un sludge involucrado. Muchas calles no indican con claridad si se permite o no estacionar el auto, pero la ley se presume conocida y los concesionarios del acarreo de coches ganan más si logran captar a ingenuos que dejan su auto en un lugar que a primera vista parece autorizado. Los sludges también pueden ser utilizados para la manipulación política, por ejemplo para tratar de complicar el acceso al voto de los grupos que no son favorables a determinados partidos.
La pregunta del millón es por qué estos problemas no se solucionan solos. Desde Adam Smith sabemos que el libre mercado debería ser capaz de compatibilizar la actitud materialista de los individuos y la producción y distribución de los recursos. En esta lógica, las empresas que manipulan deberían perder reputación, luego clientela y, tarde o temprano, dejar su lugar a competidores más honestos.
Los economistas George Akerlof y Robert Shiller, ambos ganadores del Nobel, explican en su libro La economía de la manipulación, por qué este mecanismo podría fallar, dando lugar entre otras fallas a los sludges. Tras enumerar una lista interminable de engaños de empresas a consumidores no corregidos por el mercado, ellos explican que las empresas son especialistas en detectar oportunidades para engañar los humanos. Si una empresa no se aprovecha de un sesgo humano, otra lo hará, generando una tendencia automática hacia un "equilibrio de manipulación", donde los manipuladores han agotado todas las posibilidades de engaños a los incautos. Un equilibrio, desde luego, para nada óptimo.
Las empresas pueden continuar embarrando la cancha durante un buen tiempo porque nuestros sesgos cognitivos son sistemáticos, y muchos de ellos son un legado evolutivo de nuestros ancestros. Somos y seremos humanos.
Pablo Javier Mira - Economista e investigador de la UBA
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