Ser escuchado hoy en día tiene mucho más que ver con nuestra forma de ser y de ver el mundo que con nuestra capacidad para hacer ruido.
Alcanzar audiencias mundiales. Esa es la gran obsesión de las empresas y de sus directivos. Subirse a la ola de la globalidad para extender sus redes por todos y cada uno de los rincones del planeta. Lograr que ni en el más recóndito rincón de la selva más perdida del continente más lejano su mensaje pase inadvertido. ¿Ambicioso? Mucho. ¿Arrogante? Pues un poco también.
Sobre todo porque, para lograr el sueño de la ubicuidad, las empresas bombardean con mensajes por tierra, mar y aire (offline y online, que viene a ser lo mismo) a todo lo que se mueve. En este entorno de digitalización e inmediatez, los especialistas en marketing se han puesto sus uniformes, se han calado sus cascos y han desplegado todo su arsenal de mensajes intrusivos haciendo incesantes llamadas a la acción a sus clientes. Remarketing, pop-ups, social selling más...que en un mercado global, se diría que nos encontramos en un campo de batalla en el que se compite por ser el que más alto grita.
Este bombardeo constante y masivo nos somete a una sobreexposición de mensajes de la que resulta difícil sacar nada en claro. Y cuando el consumidor se siente aturdido, ¿qué hacen los generales del marketing? ¡Recrudecen su ataque! Con lo que la espiral parece no tener fin.
Sin embargo, ser escuchado hoy en día tiene mucho más que ver con nuestra forma de ser y de ver el mundo que con nuestra capacidad para hacer ruido. Entre otras cosas, porque el ruido nos ensordece también a nosotros. Y así no hay manera de empatizar.
Hoy, la gente no quiere tener que abrirse paso entre una nube de mensajes enlatados. Quiere ir más allá, quiere oír historias de verdad, contadas por personas de verdad. Quiere vivir experiencias que le aporten valor y con las que emocionarse y sentirse identificada.
mensajes enlatados; quiere ir más allá
Que no nos cuenten milongas. Nadie vende porque su producto sea la octava maravilla del mundo. Nadie vende por lo que ofrece, sino por lo que es. Porque quien está al otro lado percibe que esa persona puede introducir un nuevo significado o una mejora en su vida. La experiencia y la emoción son el auténtico enganche para generar mercado. Y esa capacidad nunca puede proceder de un gurú dando lecciones desde un pedestal o de una empresa que solo sabe espolvorear eslóganes como si fuera un aspersor.
Otra razón de éxito: tratar al cliente no como una presa a la que dar caza, sino como alguien que está viviendo la vida que tú vives. Que se identifique contigo, porque el efecto halo funcionará como un reloj, con todo lo que esté relacionado contigo, productos, servicios, y mensajes incluidos.
El efecto mariposa es ese fenómeno que puede hacer que una acción, en apariencia insignificante, iniciada en un lugar remoto del otro lado del mundo, tenga unas consecuencias impredecibles en este. La combinación del ser humano y la tecnología puede lograr ese mismo efecto en el sentido de exponencialidad, solo que controlando mucho más el resultado. De alguna manera, se trata de convertirse en domadores de mariposas.
La audiencia mundial ya es posible. Y, gracias a Internet y a las redes sociales, es factible acceder a un mercado global a golpe de clic. Pero hay que conocer las nuevas reglas del juego. Esa audiencia ya no compra por impulso, o no al menos en la medida que lo hacía antes. Ni se deja apabullar por una lluvia de mensajes que le quieren llevar por la senda de la imposición. Ahora el usuario piensa, considera alternativas, se plantea por qué hace las cosas, se forma su propio criterio y juzga con severidad a quien intente adoctrinarle o arreglarle la vida.
El marketing humano no trata de imponer su presencia, sino que deja el espacio necesario para sea el consumidor quien tome sus propias decisiones. Propone experiencias genuinas y auténticas para que el usuario conecte y las haga suyas. Convierte al ser humano en la pieza de marketing más valiosa.
Miguel Ángel Pérez Laguna, CEO y creador de #HumanosEnLaOficina
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